13 mayo 2010

LA MAQUINA DEL TIEMPO by Harmónica


Si analizamos con detenimiento el proceso evolutivo del cine de género bélico, advertimos un visible descenso de la producción en la década aproximada que va desde el año 1965 hasta el año 1975, por más que exista una somera (y cualitativa) continuidad con híbridos tan estimulantes como La colinaLa noche de los generales (1967), Doce del patíbulo (1968) o la oscarizada Patton (1970). Será con el rotundo éxito de La batalla de Midway (1976) de Jack Smight cuando las grandes productoras comiencen de nuevo a apostar decididamente por el género. De hecho, la United Artist respondería al film de Smight con la superproducción Un puente lejano de Richard Attenborough (en la que igualmente incorporaría a una deslumbrante pléyade de estrellas). En 1978 la MGM daría luz verde a la secuela del clásico Los cañones de Navarone (1961) con la entretenida Fuerza 10 de Navarone del eficaz Guy Hamilton. Ha llegado el águila se estrena en 1976 (último coletazo de calidad de John Sturges) y las películas de mercenarios adquieren resonancia con el buen recibimiento que obtiene Patos salvajes (1978) de Andrew V. McGlagen. La década finalizaría con tres obras mayores como El cazador de Michael Cimino (ganadora del Oscar en 1978), la impresionante Apocalypse Now (1979) de Coppola y Uno rojo, división de choque (1980) del veterano Samuel Fuller. (1965), la reivindicable

Sam Peckinpah, revolucionario realizador, remodelador del western, auténtico rebelde (con causa) y autor de algunas de las mejores secuencias de acción de la historia del cine, alcanza fama mundial en 1969 con Grupo salvaje, apabullante obra maestra absoluta, una película adelantada a su tiempo que marca a toda una generación. De la noche a la mañana Peckinpah se convierte en el director de moda en Hollywood y, por primera vez, empiezan a llegarle numerosas ofertas a su mesa. Pero del año 69 al 77 la situación cambiará ostensiblemente para el realizador californiano. En 1972 obtiene el mayor éxito económico de su carrera con esa ejemplar muestra de cine de acción que es La huida, la cinta, protagonizada por la estrella Steve Mcqueen recauda más de 25 millones de dólares; oportuno (y necesario) aval que le permite a Peckinpah volver a reincidir en el western con la lírica y magistral Pat Garret y Billy El niño (1973). Masacrada en el montaje por el estudio ante las airadas protestas del director que considera estar ante su mejor obra, Peckinpah se aleja de la industria enfurecido e indignado, consiguiendo, no obstante, sacar adelante un proyecto independiente surgido de la rabiosa necesidad de no rendir cuentas a nadie. Quiero la cabeza de Alfredo García (1974) se convierte en su película más obstinada y personal. Su recaudación en taquilla, deudora de su marginal distribución, resulta tan ínfima que no merece la pena reseñar aquí pertinentes e inocuas cifras respectivas.

Tras dos fracasos comerciales de semejante envergadura, el director de Perros de paja se ve obligado a aceptar una suculenta oferta de la MGM que le ofrece dirigir un esperpéntico guión con el mero propósito de que el director se limite a filmar sus ya famosas escenas de acción a cámara lenta. Es Los aristócratas del crimen (1975) una película, que como el propio realizador confesó, le traía sin cuidado, despachándola con total desidia y convirtiéndola, inevitablemenente (y con diferencia), en su peor película hasta la fecha. La actitud del cineasta y el decepcionante rendimiento en taquilla, muy por debajo de lo esperado por el estudio, condenan a Peckinpah al ostracismo, dibujando así, un futuro no muy alentador, intentando levantar durante dos años proyectos imposibles que no iban a ninguna parte.

Pero fue, efectivamente, en 1977 cuando un desanimado Peckinpah recibe la llamada de Worf Hartwig, un productor de cine porno alemán que le ofrece dirigir una cinta bélica con capital germano e inglés a rodar en Yugoslavia. Su título, La cruz de hierro. Peckinpah acepta.

Tras el desastre de Stalingrado, el ejército alemán está en pleno repliegue. Un noble y orgulloso oficial prusiano pide el traslado al frente este para ganar la Cruz de hierro, la más alta condecoración germana; allí chocará con Steiner, un sargento que lucha por la supervivencia de sus hombres y que desprecia a todo aquel que combate por la gloria.

La cruz de hierro es un film sorprendente, y lo es, en primer lugar, porque presenta un planteamiento harto original en el que el enemigo, los alemanes, son los absolutos protagonistas del relato, toda la trama se desarrolla dentro de ese mismo regimiento. El ejército soviético carece de identificación dramática.

En segundo lugar, porque a pesar de las particulares circunstancias inherentes a la propia concepción de la producción anglo-alemana, Peckinpah consiguió reunir a un reparto ciertamente espectacular. El magnífico James Coburn resulta brillante como el Sargento Rolfe Steiner, gran amigo del director desde los tiempos de Mayor Dundee (1964), Coburn incluso asumiría funciones de codirector de la segunda unidad (¡!) en el próximo título de Peckinpah. El veterano James Mason, siempre genial, como el coronel Brandt. Un muy correcto Maximilian Schell sería el aristócrata prusiano Capitán Stransky y el secundario británico David Warner ofrecería otra soberbia creación (Capitán Kiesel) como ya le brindó al director en La balada de Cable Hogue (con su heterodoxo reverendo Joshua Duncan Sloane) y en Perros de paja, incorporando al retrasado mental Henry Niles.

Por tercer, y último lugar, no deja de ser particularmente notorio la ineludible calidad artística que presenta el conjunto del film, teniendo en cuenta, además, lo accidentado de su realización, Concretemos, por resumir, en la forzosa paralización del rodaje (la productora alemana no cumplía con las nóminas y tuvo que intervenir la EMI brítánica), la evidente, por tanto, falta de presupuesto, y la precaria salud de Peckinpah, acuciante de su irrefrenable adicción al alcohol y las drogas.

Basada en la novela The Willing Flesh de Willi Heinrich (de la que ya estuvo tentado de adaptar el director Robert Aldrich en los años 50), el film potencia el (hiper)realismo descriptivo a la hora de abordar las secuencias de acción, fomentando un análisis aterrador que confronta al espectador con la realidad de una guerra desde dentro. Escenas al ralentí de preciso montaje donde vemos el impacto de las balas sobre la carne humana, las entrañas. Al director no le interesa el conflicto desde un punto de vista político. Ni siquiera se hace mención a los aliados o al propio Hitler. Son seres humanos que luchan por sobrevivir. No se llega a distinguir a que bando pertenecen los cuerpos que acaban de ser tiroteados. Es una guerra. No hay más. De hecho, si no fuera por la excelente Senderos de gloria (1957) de Stanley Kubrick, es muy posible que La cruz de hierro fuera la primera película auténticamente antibélica de la historia (1)

Anotar, igualmente, la magnífica textura que imprime a las imágenes John Coquillon con una fotografía fría, tenebrosa, sin contrastes, creando una atmósfera fantasmagórica y, por momentos, casi onírica; y la banda sonora del austriaco Ernest Gold (ganador del Oscar en 1960 por la BSO de Éxodo de Otto Preminger), triste, minimalista y muy efectiva. A destacar el tema principal Steiner’s theme y The massacre.

Sin el apoyo de una mayor, la distribución de La cruz de hierro fue francamente irregular, aún así, consiguió un más que aceptable rendimiento en taquilla, sobre todo en Europa y más en concreto, en Alemania. Incluso propició una secuela titulada en España Cerco roto (1978), protagonizada por Richard Burton y dirigida por el servicial Andrew V. McGlagen.

Contrastada en su imperfección, no deja de advertirse el un tanto deshilvanado guión que firman Julius J. Epstein (uno de los guionistas de la mítica Casablanca, 1942) y Herbert Asmodi. La Cruz de hierro se sobrepone a sus limitaciones con sus impactantes imágenes y su significado. Es un film que no deja indiferente al espectador, que deja poso. Una notable aportación al género de la época. Averígüenlo por ustedes mismos y no se pierdan la que, con toda probabilidad, fue la última gran película del irrepetible Samuel David Peckinpah.

Capitán Stranszky: -Le enseñaré como lucha un oficial prusiano
Sargento Steiner: -Y yo donde crecen las cruces de hierro

(1) El propio Orson Welles, entusiasmado tras el visionado del film, llamó personalmente a Peckinpah para confesarle que La cruz de hierro era la mejor película antibélica que había visto en su vida.


1 comentario:

  1. Ufff gracias señor Íñigo, con cartelón, fotísimas tremendas...así es una gozada.

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